Era el 27 de agosto de 1.926, a las cuatro de la tarde, las
tiendas estaban llenas, las mujeres se precipitaban en los almacenes, en los
salones de moda giraban los maniquíes, en las confiterías charlaban los
desocupados, en las fábricas zumbaban las ruedas, en las orillas del Sena se
espulgaban los mendigos, en el Bois de Boulogne se besaban las parejas, en
los parques iban los niños en los tiovivos. En ese momento, allí, estaba mi
amigo Franz Tunda, 32 años, sano y despierto, un hombre joven y fuerte con
todo tipo de talentos, en la plaza delante de la Madeleine, en el medio de
la capital del mundo, y no sabía qué hacer. No tenía profesión, ni amor, ni
alegría, ni esperanzas, ni ambición, ni siquiera egoísmo. Nadie en el mundo
era tan superfluo como él. |
|