Bajé
las escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible
esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me
marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la
vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de
Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces.
De pie, al lado del automóvil negro, me esperaba el padre de Ena. Me tendió
las manos en una bienvenida cordial. Se volvió al chofer para recomendarle
no sé qué encargo. Luego me dijo:
- Comeremos en Zaragoza, pero antes tendremos un buen desayuno -se sonrió
ampliamente-; le gustará el viaje, Andrea. Ya verá usted...
El aire de la mañana estimulaba. El suelo aparecía mojado con el rocío de la
noche. Antes de entrar en el auto alcé los ojos hacia la casa donde había
vivido un año. Los primeros rayos del sol chocaban contra sus ventanas. Unos
momentos después, la calle de Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de
mí. |
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