Su alma se había acercado a esa región donde moran las
huestes de los muertos. Estaba consciente, pero no podía aprehender sus
aviesas y tenues presencias. Su propia identidad se esfumaba a un mundo
impalpable y gris: el sólido mundo en que estos muertos se criaron y
vivieron se disolvía consumiéndose.
Leves toques en el vidrio lo hicieron volverse hacia la ventana. De nuevo
nevaba. Soñoliento vio cómo los copos, de plata y de sombras, caían oblicuos
hacia las luces. Había llegado la hora de variar el rumbo al Poniente. Sí,
los diarios estaban en lo cierto: nevaba en toda Irlanda. Caía nieve en cada
zona de la oscura planicie central y en las colinas calvas, caía suave sobre
el mégano de Allen y, más al Oeste, suave caía sobre las sombrías,
sediciosas aguas de Shannon. Caía así en todo el desolado cementerio de la
loma donde yacía Michael Furey, muerto. Reposaba, espesa, al azar, sobre una
cruz corva y sobre una losa, sobre las lanzas de la cancela y sobre las
espinas yermas. Su alma caía lenta en la duermevela al oír caer la nieve
leve sobre el universo y caer leve la nieve, como el descenso de su último
ocaso, sobre todos los vivos y sobre los muertos. |
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