No hay un momento preciso ni un día acordado, no te lo anunciará ningún signo exterior, nada en los comportamientos ni en el paisaje será distinto de lo habitual, el sol a ras de pista, la pista que termina en el mar, nada te hará pues presagiar que ha llegado el momento, para ti, de hallarte a bordo de un aeroplano sin pasajeros, sin pilotos, sin ningún otro que no seas tú mismo, como en el peor de los sueños. Puedes hablar en voz alta, nadie te lo prohibirá, puedes cantar o sudar, no habrá quién se dé cuenta, puedes volverte hacia la derecha y mirar el sitio vacío en el que habitualmente se sienta tu maestro, considerar ese vacío como la más desconsoladora representación del vacío absoluto, la más estremecedora sensación de abandono. Puedes devolver los mandos a su sitio, detener la hélice, abrir la portezuela, desabrochar los cinturones y descender alzando los brazos: que alguien venga a hacerse cargo del aeroplano que estás dejando allí, alineado al comienzo de la pista para tu primer despegue en solitario. Una decisión extraordinariamente sabia, una decisión honorable. ¿Pero cómo reunir el valor necesario?